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Sinodalidad y espiritualidad

20.06.2021 | Félix Placer Ugarte, teólogo

El camino de la Iglesia está trazado, según la Constitución pastoral del Vaticano II, entre “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias sobre todo de los pobres y de cuantos sufren”. Es su hoja de ruta para cumplir su misión en salida al mundo en que vive y al que está enviada, “ungida” por el Espíritu, como Jesús de Nazaret, a fin de dar la “buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos y oprimidos…” (Lc 4,18). Sólo siguiendo esa dirección será fiel a quien vino para realizar la más profunda liberación de la humanidad y la plenitud de toda la creación. Esta es la misión que constituye su identidad, desde la comunidad más humilde hasta su extensa presencia en este mundo.

Desde aquí nace y se concreta el sentido de la sinodalidad, es decir, de su “caminar juntos”, de su andadura común, movida por el Espíritu al servicio solidario de la humanidad.

Por tanto, si la Iglesia, como nos invita el Papa Francisco, asume ponerse en camino sinodal debe mirar, en primer lugar, a quienes sufren, a las personas y pueblos pobres, a emigrantes, refugiados, a quienes están en el abismo de la marginación al que gran parte de la humanidad ha sido avocada por sistemas y poderes inhumanos, impulsores de una “economía de la exclusión y la inequidad”.

A esta sinodalidad le impulsa el Espíritu que se derrama y vive en espiritualidades muy diversas y plurales; en especial en aquellas que se experimentan y viven dentro de esa marginalidad económica, cultural, social, política. Estas espiritualidades ofrecen a la sinodalidad su talante para caminar juntos en la construcción del mundo justo y fraternal, en una tierra cuidada, casa común, en el amor universal y en la fraternidad sin fronteras, tal como Francisco propone en Fratelli tutti y Laudato si’.

Esta “nueva sinodalidad” inspirada por el Espíritu, que late en tantas espiritualidades, es dialogante, solidaria, abierta, compartida, liberadora. Parte, como insiste el mismo Papa, “de lo bajo, de la gente, de los problemas de cada día”. Su diálogo se realiza, sin excepciones, con las plurales espiritualidades, en especial con aquellas que una falsa altivez espiritualista ha excluido y olvidado.

Por eso la espiritualidad sinodal debe ponerse a la escucha de otras espiritualidades que se viven en las periferias del mundo actual; de las que están extendidas en otras culturas, pueblos y religiones; de las que ofrecen y practican un profundo sentido místico, como las orientales. Pero no para incluirlas en sus dogmas y doctrinas, sino para aprender de ellas y de su sabiduría respetando sus diferencias y pluralidad. Porque, como también recordó el mismo Concilio, reconoce en ellas lo que hay de “verdadero y santo”.

Por tanto, la auténtica sinodalidad también es caminar junto a quienes buscan, viven y experimentan la sabiduría en sus experiencias espirituales tan diversas, indígenas, de otras creencias religiosas, de otras convicciones y experiencias, también agnósticas y ateas. De lo contrario corremos el riesgo de una sinodalidad cerrada en los ámbitos eclesiásticos que recorte los horizontes e impida caminar hacia una apertura solidaria para ofrecer respuestas comunes y participación solidaria al atormentado mundo de hoy, en especial en estos tiempos de pandemia y de sus consecuencias de creciente empobrecimiento y desigualdad.

En consecuencia, la sinodalidad debe ser dialogante con esas espiritualidades que, incluso más allá de instituciones religiosas, viven la presencia del Espíritu en el corazón de la humanidad, en toda la creación, con un sentido holístico.

Una espiritualidad sinodal nos invita, por tanto, a escuchar con empatía, a dialogar con libertad, a aprender con humildad, a comunicarnos sin miedo ni reservas porque el Espíritu sopla donde quiere (Jn 4,8). Impulsar tal sinodalidad es confiar en ese Espíritu. El Papa, no lo duda cuando insiste en que el Sínodo “debe comenzar desde las pequeñas comunidades, de las pequeñas parroquias… de la totalidad del Pueblo de Dios”. Estos lugares serán aptos si viven los problemas de cada día en su entorno, si están cerca y comparten las búsquedas, esperanzas de las personas y grupos más necesitados con los que conviven, si su centro no es la parroquia y su culto, sino la situación de quienes sufren, si su compromiso les lleva a unirse a sus luchas por la justicia, la fraternidad, la igualdad.

Sin embargo todavía persisten reticencias autoritarias jerárquicas y clericales y posiciones conservadoras recurrentes. Muchas de las llamadas comunidades cristianas e Iglesias particulares están alejadas de la vida y se encierran temerosas en sus prácticas devocionales. Por tanto se hace necesaria y urgente una espiritualidad de la audacia, de la parresia, de la utopía, de la profecía, del diálogo donde todas las personas aprendemos de todas, en especial de las más humildes, marginadas, desprotegidas. Esto supone cambiar posturas eclesiásticas dominantes para poder escuchar al Espíritu que se manifiesta en los signos de los tiempos, en la vida de las personas, mujeres y hombres con sus problemas de cada día, en los conflictos y luchas liberadoras.

Ahí habla el Espíritu para quien sabe escucharle en su cualidad humana profunda, en su relación con los demás, en el sufrimiento y también progresos y gozos, en el silencio contemplativo solidario; pero no, ciertamente, en la imposición y sumisión; menos aún en el alejamiento de los problemas de la gente o en quienes vuelven la vista cuando van por su camino sin atender a tantas personas tiradas y abandonadas en las cunetas de la vida.

Por supuesto, no todo lo que se presenta como espiritualidad es tal. El sentido critico y discernimiento son necesarios para no dejarse llevar por vientos cambiantes y navegar a la deriva. La auténtica espiritualidad proviene del Espíritu que es libertad, relación y compromiso ético y, en última instancia, amor. Para el cristiano su referencia básica es Jesucristo quien la llevó a sus últimas y plenas consecuencias dando su vida por los demás, para que todas y todos tengamos vida en abundancia (Jn 10,10).

A su vez, toda auténtica espiritualidad es sinodal, es decir, escucha otras experiencias en un diálogo comunicativo; camina compartiendo sus sentimientos espirituales más hondos y las luchas por sus aspiraciones a una vida digna en la justicia; conduce a una relación profunda que lleva a descubrir la unidad humana, cósmica, holística donde está el Espíritu que alienta la totalidad. Una espiritualidad sinodal es, por tanto, dialogante, compartida, relacionada, donde nadie está por encima de nadie y la única autoridad es servicio a los más humildes desde el evangelio liberador (Lc 4,18). No se aleja de la realidad en espiritualismos desencarnados ni, desde pretendidas verdades absolutas, se cierra al diálogo abierto y libre.

Siguiendo la línea y propuestas del Papa Francisco, este nuevo Sínodo puede y debe ser un acontecimiento innovador para una Iglesia que se hace pueblo de Dios en los pueblos de la tierra a fin de caminar juntos, sinodalmente, en la lucha por la justicia. Porque, como lo afirmó ya el Sínodo de 1971 en su documento sobre “Justicia en el mundo”: “La esperanza y el avance que animan profundamente al mundo, no son extraños al dinamismo liberador del evangelio y al poder del Espíritu que ha resucitada Cristo de la muerte… porque si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no muestra su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente será creíble por los hombres de nuestro tiempo”.

Será, en consecuencia, una Iglesia sinodal, porque camina, sufre, acompaña y lucha guiada y alentada por el Espíritu liberador, que inspira tantas espiritualidades, para lograr pueblos hermanos en una tierra cuidada donde a nadie le falte techo, trabajo y pan dentro de la paz que brota de la dignidad humana y de la justicia.

https://www.religiondigital.org/opinion/Sinodalidad-espiritualidad-PLacer-liberacion-camino-espiritu_0_2351464832.html

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