Los huaoranis
enfrentados por presiones externas
Por Santiago Molina
Diario El Universo
Informe: Realidad indígena
SHIRIPUNO, Orellana. Etawane Baihua sube a su casa en la comunidad huaorani de Bataboro, dentro de la zona exclusiva reservada para las etnias.
Se estima que hay 3.000 huaoranis. Los taromenanes tienen rasgos distintos y viven en aislamiento voluntario.
Llueve en Baameno. Los rayos alumbran la noche en la selva amazónica de Orellana y los truenos callan a los animales de la montaña. Penti Baihua, líder de la comunidad, prepara un viaje de casi dos días en canoa hacia Coca, al amanecer siguiente, pero en este momento solo lo inquietan los fuertes rayos y truenos que caen. Para los huaoranis significa que alguien se está preparando para atacar.
En medio de la lluvia, Penti se dirige a la casona de su anciano tío Kempere, el chamán del pueblo. Quiere consultarle cómo le irá en su viaje. Para los huaoranis de Baameno, ir ante su “hombre sabio” es un ritual antes de salir de cacería o realizar una tarea especial. Sus aciertos lo convierten en guía.
Kempere recibe a Penti y a su esposa, Daboto. Sin moverse de su hamaca cierra los ojos y empieza a llamar a los espíritus de la selva. Penti y Daboto esperan a un costado. Tras un corto silencio, el chamán empieza a hablar en haoterero (hao, persona; terero, idioma; es decir, idioma de las personas) de lo que él llama “visión del tigre”. Dice que el viaje será bueno para Penti, pero que cuando llegue a Boanamo, que está a dos horas y media en canoa de Baameno, recibirá una noticia. Se enterará de que un grupo taromenane mató al anciano guerrero Ompore, huaorani de la comunidad de Yarentaro, y a Bogueney, su esposa.
La pareja escucha sorprendida el relato, sobre todo porque Daboto es hermana de Bogueney. Al siguiente día, 5 de marzo, Penti lo confirma todo. Al bajarse de la canoa, le cuentan que, a las 08:10, Ompore y Bogueney fueron interceptados por más de veinte indígenas de una familia taromenane. Tenían lanzas.
Los ancianos, al momento del ataque, estaban regresando a su casa, ubicada en la selva, luego de haber dejado a sus familiares en Yarentaro un poco de carne de los animales que Ompore había cazado la noche anterior.
Así es como Penti recuerda las horas previas a las dos muertes del 5 de marzo en Yarentaro, comunidad que se encuentra a siete horas de viaje, por canoa y automóvil, desde Coca. La localidad está al final de la vía Maxxus, en el bloque 16, en manos de la petrolera española Repsol.
El ‘lanceamiento’ –doce a él y cinco a ella– llegó, aparentemente, luego de una discusión que se habría iniciado porque Ompore no entregó los machetes, hachas, limas y ollas que los indígenas no contactados exigían desde hace meses.
Los atacantes, según la versión de Bogueney antes de morir, también les habrían reclamado por no hacer nada para parar el ruido, por el avance de sembríos desconocidos para ellos, por el incremento de cowodis (colonos) invasores, por el corte de árboles en sus zonas y por muchas kompaneapatá (plataformas petroleras).
Taromenanes y tagaeris son los únicos pueblos que no han sucumbido al contacto forzado con el mundo exterior, iniciado en 1956 por el Instituto Lingüístico de Verano (ILV) en lo que hoy son las provincias de Orellana, Pastaza y Napo, seguido por las empresas petroleras y la colonización.
Según dirigentes de la nacionalidad huaorani del Ecuador (NAWE) y estudiosos de su cultura, existen entre 100 y 300 individuos que pertenecerían a estos grupos no contactados.
En cambio, la nacionalidad huaorani en su conjunto llegaría a 3.000 personas, agrupadas en 48 comunidades (25 en Pastaza, 17 en Orellana y 6 en Napo).
Para Penti, lo que sucedió con sus parientes no es más que el fruto de las presiones ejercidas durante años, directa e indirectamente, por las actividades petroleras, madereras, colonos e, incluso, los mismos indígenas contactados y no contactados que comparten territorios.
Explica que el problema es que a los ancestrales conflictos culturales internos entre clanes (que, en su mayoría, terminaron en muertes violentas y venganzas), ahora se incorporan los “conflictos de otras personas” que llegaron con realidades y costumbres distintas.
Silvana Larrea, parte del equipo de comunicación de Repsol Ecuador, afirma que la política de relaciones comunitarias de la empresa se limita, básicamente, a no interferir en la vida de los pueblos y a brindar el apoyo contemplado en las normativas vigentes. Apunta que la operación de Repsol mantiene niveles de ruido muy bajos. Asegura que su maquinaria se maneja en estándares permitidos por las leyes locales, que no se están abriendo nuevas vías y que solo se da mantenimiento a las ya existentes con equipos que constantemente son revisados.
Repsol, al igual que otras empresas petroleras que operan en la Amazonía ecuatoriana, asegura no tener prueba alguna de la existencia de no contactados en sus zonas de concesión.
Pero las presiones que vive la nacionalidad huaorani no solo se expresan desde afuera, también es una realidad que fluye desde el interior de las comunidades. Los casi 60 años de contacto han generado otras costumbres y necesidades en las nuevas generaciones de huaoranis. Grandes y jóvenes se enfrentan: los primeros, por tratar de mantener sus tradiciones intactas; los segundos, por aspirar a lo que consideran una mejor calidad de vida, que traducen en tener celulares, equipos electrónicos, estudios, autos, ropa...
Conocer el valor del dinero, cuentan habitantes de la zona, ha hecho que grupos contactados piensen en matar a los aislados que están en su territorio, para así posibilitar, por ejemplo, una extracción ilegal de madera que les dejaría el dinero necesario para consumir en la ciudad. Es lo que habría sucedido en el 2003, cuando un grupo huaorani armado masacró, en su propia casa, a más de 25 taromenanes, la mayoría mujeres y niños.
La falta de un proceso que integre realmente a los huaoranis con la “sociedad envolvente” ha sido una de las causas para estos comportamientos. Así lo considera Eduardo Pichilingue, excoordinador del Plan de Medidas Cautelares para la Protección de Indígenas en situación de Aislamiento Voluntario, a cargo del Ministerio del Ambiente, entre el 2008 y el 2010.
“Los huao contactados se han quedado aislados a medio camino de la civilización y sus parientes no contactados”, dice.
Pichilingue, quien ha estudiado a esta cultura por más de trece años, califica como preocupante que ahora la muerte de un huaorani a manos de un grupo taromenane, identificado como el clan Wiñitairi, y viceversa, esté matizada por enojos que no nacen de conflictos culturales, sino de realidades que rodean a estos pueblos. La pérdida paulatina del territorio ancestral de contactados y no contactados está generando un aumento de la conflictividad interna, dice.
Desde 1999, por decreto ejecutivo, los tagaeris y taromenanes poseen una zona intangible, que en el 2007 se definió que sería de 758 mil hectáreas en lo que ahora se conoce como el Parque Nacional Yasuní (PNY).
Además, desde el 2006 existe un pliego de medidas cautelares, ordenado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con el fin de que el Estado “proteja la vida y la integridad de los pueblos tagaeris y taromenanes que habitan en la selva amazónica ecuatoriana”.
Este Diario envió el 18 y el 22 de marzo una solicitud al Ministerio de Justicia para hablar con Juan Sebastián Medina, coordinador del Plan de Medidas Cautelares para la Protección de Indígenas en Situación de Aislamiento Voluntario, pero el Departamento de Comunicación no respondió el pedido.
Milagros Aguirre, directora de la Fundación Alejandro Labaka, cree que este no es solamente un tema de los colonos y su avance o de las nuevas vías o del petróleo. Dice que el problema es que en estas zonas impera el “caos total”. Por ejemplo, no hay reglamentos para el cuidado del Parque Yasuní; no hay límites o estos cambian constantemente.
Para Aguirre, mientras no se ponga algún tipo de orden en esta zona y continúe la presión hacia los grupos ocultos, quienes cada vez están más cercados, “se seguirán viendo más muertes”.
El profesor Rafael Quemperi, sobrino de Bogueney, quien vive en Bataboro, comunidad huaorani de Pastaza, piensa que, en lugar de crear zonas intangibles o especiales para grupos huaoranis, es mejor que el Estado reconozca, respete y les entregue su territorio ancestral. Con eso, dice, “su realidad estará en sus manos y no en la de ajenos”.
Tanto Rafael como Penti reconocen que el contacto con el mundo exterior los ha hecho perder más de lo que han ganado. Coinciden en que, en lugar de que el Estado entregue casas de cemento, las petroleras regalen celulares o carros, o ciertas organizaciones religiosas donen ropa, prefieren que se les devuelva su territorio.
“Nosotros no éramos pobres. Nos están haciendo pobres. Yo no pido dinero, porque eso se acaba en el presente. Yo pido el territorio, porque eso nos va a servir para nuestro futuro”, concluye Penti, quien sostiene que seguirá difundiendo lo que dice su anciano tío Kempere, sobre cuidar sus costumbres, sus tierras y la posibilidad de seguir existiendo por sí mismos.
Y las venganzas siguen. El pasado 29 de marzo, los huaoranis de Dicaro y Yarentaro atacaron a un grupo de taromanenes, para cobrar la muerte de los ancianos. Aún no se confirma el número de muertos, solo que los huaoranis trajeron a dos niñas.