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Coartadas de un crimen silencioso:
la situación de pueblos indígenas aislados en el Ecuador 
 
 
Perdonarán lectores. Parece que continuamente estamos haciendo el mismo texto. Perdonarán señores de la CIDH si toman en cuenta este escrito en alguna de sus diligencias algún día porque este no es más que un añadido a la misma historia que, venimos contando desde hace al menos diez años  (o antes) y que se resume de la siguiente manera: 
En el Ecuador, en la selva ecuatoriana, se ha matado a unas gentes ante la impavidez de la sociedad y en las narices del Estado que se hace el de la vista gorda.  
Perdonarán señores de Procuradoría General del Estado Ecuatoriano pero vamos a discutir sobre algunos de los puntos que ustedes han puesto en un documento de respuesta a la CIDH, fechado el 19 de agosto de 2015 . 
El caso de los pueblos indígenas aislados tagaeri-taromenani (PIAS Ecuador), ha sido de pleno conocimiento de la CIDH. A pesar de las Medidas Cautelares otorgadas por este organismo en el 2006, como consecuencia de la matanza del 2003 , la situación de vulnerabilidad se mantiene. 
Una matanza en el 2003 atribuida a las presiones de actividades como la tala ilegal de madera; varios muertos colonos/campesinos entre 2005 y 2009 ; una pareja de ancianos waorani muertos en 2013 y luego la incursión de venganza perpetrada por los waorani acabando con un número indeterminado de personas, dos niñas  capturadas ponen en evidencia la ausencia de políticas públicas. A eso se le añade las confusas acciones judiciales en los mencionados casos en donde se han investigado las cosas más absurdas con tal de desviar la atención. 
El último informe de la CIDH (diciembre 2013) titulado Pueblos Indígenas en aislamiento voluntario y  contacto inicial en las Américas, ya recoge algunos puntos de preocupación sobre la vulneración de derechos en Ecuador y sobre los sucesos de marzo de 2013. El Estado ecuatoriano responde a la CIDH mostrando como trofeo su marco jurídico, aunque, en el terreno, las leyes no se aplican ni se cumplen, quedando estos grupos en total indefensión. 
Las respuestas que el Estado ha dado a la CIDH son parte de la coartada que tiene para justificar su inoperancia y dejación. Ojo. No su intervención directa en las muertes enunciadas, pero sí, en su incapacidad para resolver conflictos, hacer propuestas, para controlar la zona y a sus variadas gentes, para poner orden en el desorden en el que se ha convertido, poco a poco, la amazonía ecuatoriana. 
En el histórico abandono de las minorías –que no dan votos, por cierto- . En la desidia. En la falta de cumplimiento de las leyes que el Estado mismo ha dictado y de las que se ufana.
Los crímenes no han sido perpetrados por entidades estatales ¡ni más faltara!, aunque hayan sido a ojos vista de ellas, aunque se hayan podido evitar –o intentarlo al menos- aunque exista un plan para su protección llamado Medidas Cautelares y ahora mismo, Dirección Nacional para la Protección de Pueblos Indígenas Aislados del Ecuador. Suena bien. ¿no?
Ecuador responde (nos remitiremos en este artículo al citado documento de Procuradoría) en errores procesales en el trámite de peticionarios ante la CIDH. Probablemente tenga razón. Probablemente los abogados ecuatorianos metidos en este caso no tengan ni la suficiente información ni la suficiente experticia sobre el tema. Seguramente hay inconsistencias. Pero lo que es seguro es que hay un caso: en la última década se han producido al menos dos matanzas a indígenas pertenecientes a familias que aún permanecen sin mayor contacto con la sociedad nacional y que habitan en las profundidades de la amazonía ecuatoriana. 
El Estado intenta demostrar que los hechos no guardan relación entre sí. Que son hechos aislados unos de los otros (matanza 2003/matanza 2013). Pues no. No son hechos aislados unos de otros. Todos los hechos tienen un denominador común: la presión en el territorio de los pueblos indígenas llamados en aislamiento es cada vez mayor, están cercados, asediados, no tienen muchas posibilidades de sobrevivir. 
Las consecuencias están a la vista: enfrentamientos, sangre y muerte. Muerte de campesinos y colonos. Muerte de taladores de madera que, además de un trabajo precario, han terminado atravesados con lanzas. Muertes de indígenas waorani con lanzas tagaeri/taromenani. Y muertes de tagaeri/taromenani con balas de las escopetas  (¿o fusil?) que han llegado a manos de los waorani. 
El Estado ecuatoriano ha respondido a la CIDH que la Fiscalía General del Estado ha actuado tanto en el caso de la matanza de 2003 como en la de 2013. Lo que no dice es que en ninguno de los dos casos se ha llegado a alguna parte, a alguna conclusión contundente ni a ninguna cosa que clarifique los hechos sucedidos. 
Si ha actuado en el caso 2013, lo que ha logrado es cargar con todo el peso de la ley sobre los waorani (ahí no hay mucho que investigar pues ellos mismos se encargaron de contar su hazaña guerrera), confundir hechos, y, por supuesto, librar al Estado pues no se llama a ningún funcionario para saber cómo se aplicaron leyes, alertas y protocolos cuando la muerte de los ancianos Ompure y Buganey  durante esos 20 días antes de la expedición waorani de venganza (o justicia, para ellos).  Si el Estado es quien tiene la obligación de proteger a esos pueblos, no cumplió a cabalidad con su deber.
Lo propio ha pasado con los otros casos (2005, 2006, 2009). Con algún agraviante: el  caso de 2013 ocurre cuando ya hay –en el papel, por cierto- unas políticas para la protección de los pueblos en aislamiento voluntario, un Plan de Medidas Cautelares una Constitución, unos compromisos de protección en los que el Estado, por medio de sus instancias gubernamentales, tiene la obligación de velar por la vida de estos pueblos y por que se respeten sus territorios.
El Estado ha avanzado en el papel. De acuerdo. Muy bien. Ecuador tiene un estupendo marco legal sobre el tema. Enhorabuena. El único problema es que ese marco jurídico no se cumple ni se ha cumplido. El problema de las leyes es que no se aplican. Vamos a ver:
La Zona Intangible no es tan intangible.  Lo han demostrado los madereros que han transitado por ella para cumplir una actividad ilegal. 
Las empresas petroleras firmaron un Código de Conducta. En los casos que señalamos no han cumplido ese código… cuando una mujer y sus dos hijos fueron lanceados junto a un pozo (Hormiguero), la compañía Andes Petróleum no se retiró del lugar (2009). Tampoco lo hizo Repsol cuando ocurrió la muerte de Ompure y Buganey en el 2013. 
El artículo 57 de la Constitución se refiere a los pueblos en aislamiento y dice que sus territorios son de posesión ancestral, intangible, irreductible y en ellos está vedada toda actividad extractiva. Al artículo Constitucional le falta solo un detalle: no dice cuáles son esos territorios. Las muertes han ocurrido dentro de esa zona intangible pero también fuera de ella lo que indica que los grupos aislados transitan fuera de las fronteras que ha establecido el Estado por una razón simple: no son esas las fronteras de sus territorios sino las fronteras de los bloques petroleros.
Tampoco dice que los límites de la llamada Zona Intangible han sido cambiados, movidos, negociados, de acuerdo a las presiones de la industria, sobre todo, hidrocarburífera, pero también de acuerdo a las necesidades de la colonización.
Pasando al caso 2013, que merece especial atención, el Estado ecuatoriano manifiesta que la Fiscalía ha realizado una investigación, que hay unos acusados y un larguísimo proceso de juicio, incluso unos procesados –waorani- por haber cometido el delito, primero de genocidio y luego, de homicidio.  Pero no dice, por supuesto,  que unas autoridades a otras se prohibieron mutuamente acudir al lugar de los hechos y que apenas ocho meses después del suceso, se levantó la prohibición de ingresar al lugar . Ocho meses es tiempo suficiente para que el clima y la carroña desaparezcan cualquier evidencia. No se ha podido saber ni comprobar, ni siquiera, el número de víctimas.
El Estado ha intentado demostrar que el caso del 2013 es un caso de enfrentamiento interclánico en el que nada tiene que ver. ¡Pilatos! Si fuera así de simple, al menos desde 2003, el Estado y sus organizaciones tenían pleno conocimiento de que los waorani y los tagaeri/taromenani no eran buenos vecinos (recuerden… guerreros waorani ya habían actuado en el 2003, y por eso, en el 2006, la CIDH pidió medidas cautelares para protegerlos). Cualquier rato se volverían a enfrentar. Y lo volverían a hacer.  
Como el Estado históricamente ha estado ausente de la zona, resulta más fácil lanzar la pelota fuera de la cancha e ignorar su responsabilidad, que asumir que la amazonía sigue siendo una tierra de ilegalidades. 
Sabiendo que comparten un territorio dos pueblos enfrentados entre sí, en una guerra tribal (desigual, por cierto, pues unos tienen armas más sofisticadas que otros) el Estado no ha hecho nada para evitar enfrentamientos: ahí están, dos grupos enemigos, conviviendo en un cada vez más estrecho territorio donde, por supuesto,  hay menos comida, menos cacería, menos posibilidades de hacer sus chacras. Recuerden también: estos grupos aún son nómadas y necesitan espacio para moverse, construir sus casas, sembrar su yuca y su plátano, buscar las chontas que sembraron sus abuelos.
El Estado ecuatoriano puede haber hecho grandes y perfectas leyes. Pero no ha pasado la asignatura en cuanto a su cumplimiento. En el caso del 2013 la responsabilidad estatal es más clara porque hay una Política de Pueblos Ocultos en marcha, porque tiene mucha más información sobre su existencia, sabe de casas, de ubicaciones (tiene monitores, guardaparques, toda clase de mapas, fotos satelitales, una estación para el Monitoreo de la Zona Intangible…) porque la explotación petrolera causante de la reagrupación de poblados waorani (causa del conflicto territorial) es manifiestamente ilegal (respecto a la Política dicha y la Constitución), etc. 
Lo que todos esos hechos demuestran es la dejación del Estado para la custodia de un pueblo oculto: no han controlado, a pesar de las leyes puestas en el papel, las amenazas tan palpables y peligrosas como la madera ilegal, la invasión de sus tierras por waorani, otros indígenas y colonos, la existencia en sus tierras de explotación petrolera (cabe señalar el tan mentado campo Armadillo que, pese a las varias evidencias de presencia, se insiste en explotar, ahora, con empresas bielorusas) .
En el banquillo de los acusados, donde han estado los waorani casi tres años en un juicio que no pueden comprender, debieran estar también representantes del Estado, pues no es solo quién ejecuta el crimen, sino quién la permite o la provoca, quién no la impide siendo su deber hacerlo, quien rehúye su responsabilidad, quien no investiga, quien no ha encontrado en más de 10 años ni a los patrones de la madera que operaban en el Yasuní (a pesar de que eran conocidos), ni a quienes han vendido armas y municiones y que han sido señalados como culpables de los últimos conflictos, ni a los que han invadido las tierras de los grupos indígenas, ni a los que han arrojado alimentos desde el aire, asunto dicho por el propio Fiscal en las primeras declaraciones a propósito de sus investigaciones en 2013.
No es lo mismo inició acciones legales que resolvió un caso. No es lo mismo dictar o promulgar leyes o medidas que aplicarlas o hacerlas efectivas. La Procuradoría –el abogado del Estado- mostrará en el documento del 15 de agosto de 2015 que el Estado ha adoptado medidas, pero el asunto es que quedaron en el papel. Que no ha tenido voluntad de hacerlas cumplir, de ejecutarlas, que no han sido eficientes. Mala calificación en la asignatura.
Daboka, en efecto, fue integrada al sistema Nacional de Protección y Asistencia de Víctimas que decidió dejarla en manos de sus captores, de quienes habían matado a sus padres. Aunque, eso sí, fue inmunizada contra la gripe. ¡Maravilla de resolución!
Donde hubo un conflicto entre tageri y taromenani/waoranis (los primeros, familias sin contacto con el mundo occidental, los segundos, familias contactadas hace menos de 40 años) se han creado nuevos y variados frentes. Una situación que no beneficia a la construcción de la paz ni a la resolución de un conflicto interclánico, ni  favorece a las medidas de protección o medidas cautelares dictadas en el 2006 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Al contrario, los conflictos de hoy favorecen al silenciamiento, no representan obstáculo alguno para la voraz actividad petrolera y los mega proyectos, y ni siquiera involucran mínimamente al Estado en cuanto a su impericia en el manejo del conflicto en la selva del Yasuní. 
Han pasado dos años y medio y aún no se llegan a las causas profundas del problema ni se establecen responsabilidades, salvo, el castigo, que parece implacable, contra miembros de un grupo indígena en contacto inicial, marginados históricamente de la sociedad nacional, al que ahora mismo se mantiene en un limbo jurídico incomprensible . Es decir, a una injusticia, una injusticia mayor. Eso sí, el silencio de las autoridades responsables acerca de una selva demediada y cada vez más estrecha, unos habitantes cercados por el apetito de sus recursos naturales, sobrevuelos misteriosos, alimentos o insumos hallados en las chacras y casas donde habitan los grupos aislados, la cercanía de éstos con la frontera colona… hasta ahora, ni una propuesta de reparación integral ni un camino claro por recorrer en la protección de los más débiles, obligación de un Estado que se valora a si mismo como respetuoso de los derechos humanos, de los derechos de los pueblos indígenas y del derecho a la vida. 
Los waorani de las familias de Dikaro y Yarentaro (los vengadores que participaron en el asalto a una casa tageri/taromenani), a duras penas saben leer o escribir, tienen menos de cuarenta años de contacto con la sociedad nacional, desconocen la ley, actuaron de acuerdo a sus antiguas tradiciones guerreras e hicieron lo que creían que debían hacer –venganza y castigo contra quienes mataron a los suyos dentro de su territorio–. Han estado acusados de genocidio y ahora de homicidio. Unas cosas que no pueden entender. Tampoco pueden entender ni qué es una instrucción fiscal, una Corte Constitucional, una audiencia para obtener medidas sustitutivas ni ningún otro término que tenga que ver con la justicia ordinaria. 
En el primer juicio (por genocidio) la mitad de los participantes fueron detenidos en noviembre de 2013. La otra mitad quedó en libertad pero presos en sus casas pues casi no salían ni a la ciudad de Coca, ni al mercado de Pompeya, que les queda cercar para hacerse de productos. Escondidos. Preocupados. Enojados. Confundidos. Ellos sí en verdadero “aislamiento voluntario” (¿o forzado?).   No tienen confianza en casi nadie. La tensión y la incertidumbre en el llamado “Bloque 16”, operado por Repsol y donde están ubicadas sus comunidades, lleva casi tres años.
Los detenidos salieron a los ocho meses sobreseídos porque, al no encontrar cuerpos, los operadores de justicia decidieron que no había delito. Perdón. Unos salieron antes porque huyeron de la cárcel. Esas y otras cosas que serían cansas para cualquier lector, sucedieron en este caso. 
El caso tiene miles de folios. El abogado de los waorani los defiende  con un argumento central: como no hay cuerpos, no hay delito. Hay relatos y especulaciones. Pero no hay evidencias, dice. De la misma manera, el caso de la muerte de Ompure y Buganey está a punto de cerrarse porque no hay a quien culpar ya que los asaltantes no tienen cédula de identidad, ni se sabe dónde están, ni hay manera de llamarlos a declarar. Argumentos jurídicos para un juicio penal de la justicia ordinaria de un tema que es extraordiario. Cero argumentos antropológicos que sirvan para deshacer el entuerto. Es decir, cero intento por construir un referente de justicia intercultural o transicional, que resulte, además, un antecedente y en el que se haga alguna pedagogía.  
En el caso hubo siete detenidos y ocho personas con orden de captura. Una niña “rescatada” por las autoridades (que fue sacada en helicóptero de la escuela de Yarentaro a los ocho meses de su permanencia allí luego de la matanza, trasladada  a un hospital de la ciudad de Coca y finalmente llevada a la comunidad waorani de Bameno, ubicada en el río Shiripuno, en la llamada Zona Intangible del Yasuní),   y otra niña más pequeña con papeles en regla en el registro civil, que vive en Dikaro, y que ha creado ya lazos afectivos con su nueva familia: su nuevo padre es uno de los líderes de la expedición que acabó con su familia. Pero así es la ley de la selva. Lo curioso es que el Estado se ufane de ello y diga, en documentos oficiales, que las niñas son parte del “Sistema Nacional de Víctimas y Testigos” y, como gran logro estatal, que se les vacunó a tiempo, que de vez en cuando el médico les echa un vistazo. ¿Puede llamarse a eso principio de reparación?
Los waorani se han  gastado todos sus ahorros –muchos de ellos eran trabajadores de la compañía Repsol y tenían dinero ahorrado– en pagar a su defensa. Fueron librados de genocidio y, en estos días (noviembre 16) los juzgarán por cargos de homicidio. Los soldados y guerreros prontamente han sido convertidos en verdugos por un Estado que se ha lavado las manos de sus equívocos y omisiones. 
En todo este embrollo los clanes de Dikaro y Yarentaro no ven con buenos ojos a algunos de sus vecinos. No solo a los vecinos tagaeri-taromenani, protagonistas del conflicto, sino a vecinos de otras comunidades, entre ellas, quienes  acogen ahora a las niñas. Lo prueba una nueva petición a la CIDH . Penti Baihua, de la comunidad de Bameno, muestra como se ha sentido amenazado y pide, para él y su familia, medidas cautelares. 
Los guerreros de Yarentaro y Dikaro sienten que tuvieron, en todo este tiempo, delatores y traidores. Gente que les hizo mal. Que no comprendió su hazaña. Que les engañó con falsos ofrecimientos de “archivar el caso” o que les denunció, a pesar de que las denuncias han ido a la ineficiencia e impericia del Estado en el manejo del conflicto. 
En uno de los días de audiencia en Orellana, las mujeres de los detenidos golpearon y agredieron a uno de sus compañeros que, al parecer, intervino en el “rescate” de la niña. Mujeres llorando desesperadas al conocer que no saldrían libres, se abalanzaron contra él y contra algún otro que estaba por ahí, acompañándoles en la audiencia. 
Ellos creen que han ido presos por un libro que ha salido publicado –“Una tragedia ocultada”– , o por una marcha por la paz en la que participaron gentes cercanas a ellos, en la que se pedía investigación, justicia y garantía para quienes viven en las profundidades de la selva pero, en ningún momento, cárcel para los waorani. Así les han dicho y les han contado gentes vinculadas con las autoridades y las instituciones encargadas de gestionar el tema, intentando matar al mensajero y echando aún más leña al fuego e incuso poniendo en riesgo la seguridad de terceros. 
Ahora no se fían de nadie. Hasta se dice por ahí que una abuela, Tepa, estuvo a punto de morir pues los familiares de los presos le han hecho el mal por medio de algún chamán, creyendo que ella ha participado de las denuncias. Donde hubo un conflicto, ahora hay dos, tres, cuatro, cinco conflictos. Un polvorín que puede estallar en cualquier momento y que puede tener otras consecuencias más dramáticas todavía.
En la audiencia de juzgamiento de noviembre (que ha sido reprogramada pues estaba convocada para octubre de 2015)  estarán los waorani en el banquillo de los acusados nuevamente, si alguien logra convencerlos para que acudan al tribunal de justicia. Del otro lado, se ha convocado como testigos al tribunal a todas aquellas personas que supieron, escribieron, realizaron videos o entrevistas sobre el tema, en 2013 (antropólogos, periodistas, escritores, videastas y hasta uno de los miembros de la Comisión nombrada por el mismo gobierno para investigar los hechos). Ellos serán, ahora, el dedo acusador y, porqué no, blanco de futuras venganzas de los waorani acusados y de sus descendientes.
 Puede pasar que sean condenados. Puede, incluso, que sean condenados en ausencia. O que la pena sea mínima. O hasta que se archive el caso. Sea la que sea la decisión del jurado, se abonará con más incordia a la existente en esa región del olvido. 
¿Habrán aprendido los guerreros que no hay que matar a sus enemigos? Creemos que no. Este aprendizaje, tal como ha sido llevado, puede resumirse, quizá, en que la próxima no contarán a nadie épicos relatos de guerra ni tomarán fotografías. Ningún camino para la paz. Ninguna sanción para quienes no cumplieron con su deber. Ninguna investigación o resultado serio para saber qué motivó a los tagaeri/taromenani a matar a los viejos Ompure y Buganey. Ninguna reparación a las niñas. Ninguna posibilidad de trabajar en la verdadera inclusión de los waorani en la sociedad occidental, con todos sus beneficios, derechos y obligaciones. Ningún compromiso del Estado sobre qué hará si sus protegidos (tageri/taromenani) atacaran nuevamente. No. Nada de eso. Los waorani condenados como únicos responsables mientras el Estado muestra sus logros en papel: leyes, Constitución, frases rimbombantes, retórica conservacionista. Y además prepara, sin ruborizarse siquiera, el campo libre para que una empresa bielorusa trabaje en el campo más cercado a las casas donde habitan los ocultos. Y todo eso, sin culpa ni responsabilidad alguna. Coartadas para un crimen silencioso. 
 
Milagros Aguirre/octubre 2014
 
 
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