Un desafío permanente
LOS PUEBLOS OCULTOS EN ECUADOR
¿Quiénes son los Pueblos Ocultos?
En Ecuador, se trata de pequeños clanes indígenas amazónicos (seguramente no suman más de 300 personas) que todavía sobreviven en la selva sin contacto habitual con el resto de población. Lo característico y original de los grupos ecuatorianos es que nunca lo han tenido, desde el tiempo de la Conquista. Para ellos su mundo es como una isla de selva rodeada y asediada por un mar de desconocidos. En general rehúyen todo contacto y sabemos que tienen, respecto a todos sus vecinos, esto es, del mundo humano variopinto que les rodea en la selva, una imagen terrorífica. Para ellos, todos los demás son caenwen, gente que no solo los mata, también los devora, antropófagos.
Resulta obvio que un grupo de personas semejante resulta un desafío social, humano y político dentro de Ecuador. Un desafío también para la evangelización. Ellos no son ciudadanos. Y, aun sin poder medir las consecuencias de su decisión, no quieren serlo. Deciden ser humanos de una manera no solo diferente, sino también sin tener en cuenta ninguna de las características de lo que llamamos civismo. Por tanto, las cuestiones que su presencia plantea son muy variadas y complejas. ¿Cómo relacionarse con alguien que no lo acepta, cómo ponerse de acuerdo siquiera para trazar un límite de soberanía y respeto en el territorio? En definitiva, ellos están dentro de Ecuador, pero no lo saben. El país no puede contarlos como ciudadanos habituales, se pregunta siempre cuáles son sus derechos.
En estas pocas páginas haré un resumen de las maneras que ha habido en Ecuador, sobre todo desde la llegada de los europeos en el s XVI, de afrontar este problema. Me detendré algo más en el estilo en que lo trató Alejandro durante 20 años. Finalmente diré cómo éste problema sigue presente en Ecuador. Este mismo mes se acaba de producir una terrible matanza de grupos ocultos.
El desafío continúa.
La selva pluriforme
Desde hace muchos siglos no ha existido lo que llamamos selva virgen, una postal para ignorantes. En su mayor parte la amazonia es un paisaje cultural, es decir, intervenido por manos humanas. Aunque no lo parezca, es tanto o más un jardín que un descampado.
A partir de los últimos hallazgos científicos se está reconstruyendo, cada vez con más precisión, el increíble, por variopinto, mundo indígena amazónico precolombino. Un lugar habitado por pueblos con cientos de lenguas distintas, con desarrollos materiales y mentales de enormes desigualdades entre ellos. Cada vez se comprende mejor la ignorancia que significa generalizar sobre el indigenado amazónico. Nunca existió el indio amazónico, sino pueblos con alcances técnicos y mentales enormemente diferenciados entre sí.
Sin poder detenerme a detallar todo esto con más precisión, hay que señalar que lo que hoy llamamos en Ecuador pueblos ocultos, son los supervivientes de grupos ya aislados desde muchos siglos atrás. En la heterogénea sociedad amazónica precolombina se daba una constante competencia social. Algunos pueblos, más numerosos o agresivos, prosperaban a base de apropiarse de las mejores tierras, las más productivas, generalmente en las riberas de los grandes ríos. Los desplazados ocupaban tierras más al interior, según fueran sus fuerzas y capacidad de conquista. Pues bien, estos grupos ocultos de nuestro interés fueron, desde hace bastante siglos, los menos compactos y dominantes, de manera que les tocó vivir donde nadie quería, en las zonas interiores de la selva, donde la tierra es más infecunda, los pequeños ríos nacientes apenas cuentan con pescado, ni ofrecen la ventaja del transporte, del comercio. En definitiva donde vivir es sobrevivir, en grupos escuetos, retirados, de gran movilidad, de poco desarrollo social.
Los pueblos ocultos han sido, incluso mucho antes de la conquista europea, gente de monte adentro, prácticamente detenidos en la etapa de cazadores y recolectores, sin apenas agricultura, con muy escasas técnicas humanas fuera de su prodigiosa manera de sobrevivir en la selva más difícil. Esto significa, por tanto, un peculiar desarrollo mental y social de su parte que hay que tener en cuenta si ahora se les quiere entender con propiedad.
Los salvajes
Es bien conocida la mentalidad etnocéntrica de los conquistadores europeos llegados al Nuevo Mundo. La civilización o el desarrollo, para ellos, equivalían a lo que más se pareciera a lo que eran sus costumbres y pensamientos. Por tanto, podemos imaginar cómo habrían chocado a sus ojos las costumbres y maneras de los indios amazónicos. Los tuvieron, sin más, como salvajes. Cosa en la que coincidieron bastante con sus antecesores los incas que, en su entrada previa a la selva ecuatoriana, habían motejado a sus habitantes de aucas, equivalente a salvaje, porque se oponían a lo que ellos eran. Por cierto, el término auca tuvo éxito generalizado en una sociedad donde el kichwa era el idioma de la mayoría. Hasta hoy es la palabra favorita en Ecuador para designar a los salvajes (o a los niños sin bautizar).
¿Qué hacemos con los salvajes?, se preguntaba la sociedad colonial. Civilizarlos, naturalmente. Y, como se suponía que era una civilización cristiana, equivalía a cristianizarlos. Ese trabajo, en una selva donde no se conocían riquezas que extraer y, por tanto, no se podía encargar a encomenderos, la autoridad civil la entregaba a los misioneros. En nuestro caso a franciscanos y jesuitas. Éstos, según sus crónicas, consideraban que hacerlos personas (quería decir españoles del tiempo, vasallos del rey) y cristianos era trabajo equivalente.
Sin poder extender esta referencia, diré que, sin embargo, aquellos misioneros iniciales nunca tuvieron ocasión de cristianizar a los pequeños pueblos que son objetivo de esta nota. Para ellos, enfrascados en las grandes sociedades indígenas más a mano, esos grupos minoritarios, perdidos en lo más fragoso de la selva, siguieron estando ocultos. No supieron de ellos. Ni siquiera los mencionan en sus crónicas.
La inicial República ecuatoriana
Tampoco hubo mayores cambios en ese asunto con la independencia de la república. Ecuador era un país pequeño, sometido a mil conflictos políticos internos, que apenas miraba a su parte oriental, la selva. Para hacernos una idea del conocimiento nacional amazónico, suelo citar un mapa oficial, editado en Guayaquil en 1905, a casi un siglo de su constitución como país. Toda la zona de Coca y la selva donde hoy viven los pueblos ocultos, consta como una mancha verde, indefinida como un planeta remoto, con esta leyenda: tierras incógnitas y de salvajes. Lo mismo podrían haber escrito: ni las conocemos, ni nos interesan.
No obstante, para entonces ya teníamos, en las crónicas de los misioneros de finales del XIX, las primeras señales en la existencia de esos grupúsculos recónditos. Tovía, un jesuita andaluz, escribe a su Presidente ecuatoriano: en las selvas se mata a esos pueblos como a fieras, a los cautivos se los vende como a mulas o potros de la sierra. Es un precursor en su defensa. Según él, son salvajes, pero seres humanos. Desde luego no era el único que lo decía en ese tiempo, pero sí unos de los muy escasos que luchaban por ese ideal.
¿Por qué asomaron entonces en sus refugios selváticos? Es que se había encontrado en sus tierras una riqueza inesperada: el caucho. Esa época fue funesta para ellos. Todavía en los años 20 del siglo pasado, otro misionero, el italiano Emilio Giannotti, escribe denuncias, llenas de angustia, por la forma en que los caucheros y hacendados del Napo masacran o esclavizan a los grupos sin contacto. Tovía y Gannotti hacen referencia a leyes ecuatorianas, a sentimientos humanitarios, para que se proteja la vida y propiedad de los ocultos, pero sus voces se pierden en un desierto de indiferencia.
Nadie está en Ecuador para esos sentimentalismos. Más bien tenemos documentos donde las autoridades locales del tiempo organizan drásticas operaciones de castigo, es decir de eliminación, contra algunos aucas que han atacado a caucheros o recolectores varios que se internaron en sus tierras. Es que las selvas, aunque inexploradas por los nacionales, se consideran en su totalidad propiedad del Estado. Y éste considera la producción del caucho como un beneficio, a los salvajes como una maldición improductiva. Por lo tanto, aunque hay leyes que protegen la vida de los salvajes, en la práctica nadie se ocupa de hacerlas cumplir. De manera que pueden subsistir, al mismo tiempo, las grandes declamaciones en la defensa de los aucas, con su efectivo exterminio.
La selva conquistada
Si no desaparecieron es porque el caucho fue una explosión tan feroz como efímera. Cayeron los precios internacionales de las gomas y la recolección amazónica quebró. Con ella, casi toda la colonización de la selva por parte de los blancos. De manera que los bosques quedaron de nuevo vacantes. Los diezmados grupos ocultos tuvieron varias decenas de años hasta que llegó para ellos el desastre decisivo: la industria petrolera. En Ecuador ocurrió una primera entrada en los años 40 y la definitiva, a partir de los 70.
Dentro del país se planteaba un problema grave: los grupos ocultos, a los que se dejaba vivir a su aire en unas tierras que nadie disputaba, resultaba ahora que poseían la zona más rica del país, vivían sobre un tesoro. ¿Qué hacer con ellos? Hay que decir que, en la práctica, se trató de una pregunta retórica. Nadie detendría al petróleo. Si las exploraciones topaban con resistencia en el interior de la selva, se la liquidaba. El ejército nacional amparaba eficazmente la definitiva conquista de la selva. Se consideraba que, para tener algún derecho, debían ser ciudadanos, pero ellos se negaban a serlo. Más aún, representaban una amenaza para los ecuatorianos legales. Durante los años 40 se contaron entre los aucas, probablemente, cientos de muertos. Los ocultos lanceaban a los intrusos cuando podían, pero éstos era mucho más fuertes, mejor armados. La batalla no tenía color.
Otra consecuencia primordial de esa conquista petrolera es que, al tiempo que se hacía, la selva quedaba a expensas de rápidas invasiones ejecutadas por otros indígenas del área, siempre ávidos de ampliar sus territorios, también por colonos llegados de otros lugares del país. En definitiva, durante esos años, a los grupos ocultos se les fue cercenando su terreno, que era muy amplio, sin que una voz se levantara en su defensa.
En 1956 cuatro jóvenes misioneros evangélicos fueron lanceados y muertos en un intento de contacto. Dos años después, dos mujeres misioneras, lograban contactar un grupo de gente oculta. Con ellos crearon una auténtica reducción, que en Ecuador se le llamó Protectorado, muy al estilo de los antiguos jesuitas. Es decir, un lugar autónomo de toda ley, cerrado a las visitas de extraños, donde ellos tenían carta blanca para ejercer su ministerio. Que consistía, todavía, en convertirlos a su religión y enseñarles, de, alguna manera aproximada, ciudadanía. En Ecuador pareció muy bien esa empresa evangélica, fue muy alabada y rápidamente olvidada. A nadie interesaba mucho la existencia de esas gentes y, para decepción nacional, las exploraciones petroleras no habían dado el resultado apetecido.
Los inicios de Alejandro
A comienzo de los 70, Texaco, la petrolera estadounidense, encontró petróleo rentable en la selva ecuatoriana. Este hallazgo fue definitivo. Las empresas exploradoras, en los años siguientes, tendieron como una tupida red sobre los bosques, porque, para ser eficientes, deben cuadricular la selva minuciosamente. Ningún pueblo, por recóndito que sea, escapa a esa indagación. Por tanto, los choques con los grupos ocultos se multiplicaron.
Alejandro llevaba viviendo en la zona desde 1965. Conocía los incidentes sangrientos que se habían dado en torno a la creación misionera del pueblito de Coca, que pasó a ser el punto central de la misión encargada a los capuchinos. Grupos desconocidos, aucas en el lenguaje del tiempo, habían matado a 13 indígenas kichwas que estaban ocupando aquel territorio. Sobre todo defendían, y lanceaban, en la margen derecha del Napo, que mantenían en su propiedad desde muchos años atrás. Se le llamaba territorio auca.
Basta repasar las noticias periodísticas de ese tiempo, así como las crónicas misioneras, para comprobar lo que opinaba la sociedad ecuatoriana de los aucas. Se les consideraba agresivos y salvajes, de imposible civilización. Nadie quería ver que estuvieran defendiendo sus tierras. Por lo general, los misioneros mantenían un discurso más tolerante. En ese aspecto se distinguió de inmediato la actitud y el discurso de Alejandro. Para él, ante un conflicto territorial como el existente, que preveía se haría más virulento con la progresiva invasión derivada del petróleo, solo había una política humana: el diálogo. Mas ¿cómo hacerlo con los ocultos?, ¿cómo hacerles llegar que, si no comprendían la nueva situación, podrían quedar eliminados? Alejandro no veía otra solución que intentar un contacto pacífico. En la práctica era: o eso, o la huida selva adentro, o la eliminación.
Lo probó con incursiones personales por la selva en busca de sus bohíos en lo que llamó Plan Sinismenalde (en euskera: a favor de los necesitados). Lo intentó desde el aire, con una avioneta que había conseguido, en Roma, durante el Concilio. Pero las cosas no salieron bien. Ante la resistencia a utilizar esos medios, que algunos misioneros consideraban ostentosos, renunció a la avioneta y, con ella, a la localización de los bohíos ocultos. Al mismo tiempo, a finales de los 60, los misioneros evangélicos, alentados por los petroleros y el ejército ecuatoriano, redujeron a la mayor parte de los grupos ocultos presentes en la zona de la Misión capuchina.
Pese a todo, para ese momento, Alejandro había descubierto, sobre todo a partir de su experiencia en el Concilio Vaticano II, la riqueza multicultural de la Iglesia. Ése, además de su instinto personal, peculiar por sus antecedentes de niño de caserío vasco, fue el resorte que le hizo descubrir algunos novedosos aspectos del problema que iba a desarrollar mucho más en los años siguientes. Notó que, en la tradicional encomienda civilizatoria del Estado para los misioneros, comenzaban a darse contradicciones importantes. En concreto, ¿en qué consistía lo de civilizar a los aucas?, ¿cómo hacerlo, incluso cómo llevarles el evangelio (la Buena Noticia) si se comenzaba despojándolos de todo? ¿No tenían ellos también derechos ancestrales, anteriores incluso a la legitimidad del mismo Estado ecuatoriano? ¿Por qué no podían co-existir dentro de una nación pueblos, minorías, con características culturales y de vida bien diferentes?
La Voz de los sin voz
A finales de los 60 comenzó el asalto petrolero en la margen derecha, frente a Coca. A primeros de la década siguiente la carretera petrolera, cruzó el Napo e invadió el territorio auca (se llama hasta hoy Vía Auca) donde se internaría más de 100 kms. La irrupción llevaba consigo un oleaje de colonización desordenada e ilegal, pero aprobada tácitamente por el Estado. Seguían considerándose, como un siglo atrás, tierras improductivas en manos de un puñado de salvajes desnudos.
En este Curso se tocarán varios temas sobre la actuación misionera, la espiritualidad, la eclesialidad en la práctica misionera de Alejandro e Inés. Por tanto no entraré ahí. No obstante, parece innegable que la originalidad y, sobre todo, la ascendencia de la postura de Alejandro en la sociedad ecuatoriana proviene, no tanto de sus rasgos “religiosos”, de su actuación silenciosa como misionero (como sería el caso de Inés), sino de su pública posición de reivindicación ciudadana. Alejandro comprende que se trata de una lucha por la supervivencia física y cultural de unos pueblos originarios que, por desconocimiento o imposibilidad, no tienen voz alguna en el concierto nacional. Pueblos sin eco en una sociedad representativa. En definitiva, inexistentes.
Ante esa situación, el misionero da un primer paso que resultará decisivo en su vida. Con él sella un compromiso que lo llevará, unos años después, hasta la muerte violenta. Cuando él decide ser la Voz de los sin voz, tal como firma en alguno de sus documentos a las autoridades ecuatorianas, hace un gesto lleno de osadía y responsabilidad. De audacia, porque ¿quién es él, qué razones aduce, para mantener ante la nación esa pretensión si nadie se la pudo conceder? De compromiso, porque se identifica irremediablemente con aquéllos a los que intentará representar y defender ante la sociedad y el Estado. Él, que los ha venido conociendo más, a partir de su primer contacto con uno de esos grupos en 1976, cree que son dignos de ser amparados, incluso frente a todo y frente a todos si fuera necesario. De alguna manera, sin duda con un componente cristiano innegable, une su suerte a la de ellos. Y lo hace, no solo como una solidaridad íntima, también en una opción ante las autoridades y la nación. De alguna manera se constituye en su paladín.
Alejandro no está solo en esa pretensión, pero hay algo en su comportamiento muy peculiar. A mediados de los 70 ya hay en Ecuador varias personas que se interesan de una manera novedosa por la suerte de esos grupos ocultos. Está surgiendo en todo el continente el auge de los etnógrafos y antropólogos. Incluso dentro de los evangelistas (el ILV, Instituto Lingüístico de Verano) que han reducido a casi todo el pueblo waorani y lo tienen, como un monopolio particular, en el llamado Protectorado, hay varios misioneros que levantan una voz diferente a la habitual. No consideran un total acierto la reducción, ni piensan que la misión consiste únicamente en hacerlos cristianos. El pueblo wao ha sido reducido a una reserva, su vida no puede desarrollarse bien allí. Necesitan más espacio, crecer por sí mismos, sin tanto paternalismo, encontrar su puesto en la sociedad ecuatoriana.
Otros antropólogos del tiempo llegan a posiciones más teóricas y radicales. Sin conocer apenas a esos pueblos unen su voz a campañas de propaganda (contra el ILV o frente a las misiones de cualquier tipo, contra la destrucción petrolera de la selva, etc.) más que a conocimientos exactos. En los años 80 y posteriores se levantan grandes polvaredas de discusiones internacionales, a las que se suman algunos nacionales, de signo, por lo común, más político que científico, en torno a la existencia de los grupos indígenas amazónicos minoritarios y ocultos. Es decir, hay otras voces que pretender ser también la de los aislados. Una guerra de portavoces que no coinciden entre sí y que a veces discrepan de manera notable.
Mientras tanto, en la zona en cuestión, la exploración petrolera sigue de manera arrolladora. Nadie en la sociedad se plantea seriamente suspenderla ni temporal, mucho menos definitivamente, porque se topen con grupos aislados que defiendan su territorio. Se los espanta o elimina. Y es en esta situación, compleja y agitada, donde se va a fijar el perfil exacto de Alejandro entre dos conceptos (típicos del tiempo en el lenguaje eclesial, que él suele emplear, aunque pocas veces por escrito) entre la denuncia y el anuncio.
El testigo
Pienso que lo más característico de Alejandro es la asunción personal de una labor pública, ciudadana y política, en favor de los pueblos ocultos. La emprende, como es obvio, desde su fe cristiana, con postulados religiosos. Pero él no juega esa partida dentro del territorio de la misión capuchina, como cosa privada y personal de un misionero anónimo, dirigida a la conciencia individual, sino que la sitúa en la arena nacional, presentándola como obligación cívica y ética para toda la ciudadanía y que debiera tener reflejo en las leyes. Lo hace conscientemente, utiliza el pequeño poder de su cargo eclesial, el prestigio de su accionar, incluso a sus amigos, todo lo que está en su mano. Tiene una clara intencionalidad. No solo quiere sensibilizar, lo que pretende es cambiar las cosas, detener el petróleo, poner nuevas normas de respeto hacia esos grupos ocultos. En definitiva, trasformar no solo la conciencia nacional, también los procedimientos y legislación.
Frente a diferentes actitudes y personas de su tiempo, él escoge un camino peculiar en el cual, según su estilo, prefiere poner mucho más de anuncio (esto es, actuación personal, compromiso, propuestas concretas) que de denuncia. Por tanto, presentará sin desanimarse, con una constancia que asombra, una larga serie de soluciones, o al menos tentativas, para cosas como: la concesión legal de un territorio para esos pueblos, la suspensión temporal o definitiva de la exploración petrolera en áreas peligrosas, el trabajo conjunto con misioneros evangélicos en favor de los necesitados, la ayuda a las organizaciones indígenas para que sean capaces de organizarse con sus valores propios, la necesidad imperiosa de la acción estatal en una zona que se distingue por el desorden y la violencia… etc. No tendrá grandes éxitos inmediatos, pero sí un prestigio creciente, incluso ante autoridades que lo tienen por un estorbo para sus planes económicos.
¿De dónde surge principalmente su prestigio? A mi entender, de esa imbatible conjunción entre el testimonio personal, la acción directa sobre el terreno, con las gentes implicadas en las trampas de la pobreza, junto a su capacidad para reflexionar y colocar el problema en un ámbito más amplio, nacional e internacional, en el campo común de los Derechos Humanos. No solo pone implicación personal, sino que busca una transformación social. Hacer, reflexionar y saber decir, esa es la cuestión. Luego, las circunstancias de su muerte fijarán, con la fuerza incomparable de la coherencia personal, su perfil definitivo.
Dice Luis Gonzáles Carvajal (La Fe, un tesoro en vasos de barro, 2013): nadie se propone convertirse en testigo. Se trata de vivir. Según cómo se haga, el testimonio se da por añadidura. El caso es que algunas personas tienen en su comportamiento una luz que asombra. El testigo es, precisamente, una apersona cuya vida consigue que los demás se pregunten por la fuente de su singularidad. Cita a Bergson: los santos no tienen necesidad de exhortar; les basta con existir; su existencia es una exhortación.
Final apresurado: la persistencia del desafío
Las muertes de Alejandro e Inés resultaron fecundas. La sociedad y el Estado ecuatoriano dieron en 1987 un salto adelante en la comprensión del problema referente a los grupos ocultos. Se aprobó un territorio wao, casi en los límites mínimos que proponía Alejandro desde 1977. Hubo otros avances.
Pero no se remató la faena, ni se pacificó la zona; el alcance último de las leyes quedó en el papel y no se llevó al terreno. En cambio, dos cosas siguieron siendo efectivas: el desinterés estatal y nacional por estos grupos, junto a la obstinación en la explotación petrolera.
Ahora, las imágenes de Alejandro e Inés son mucho más recuerdos sentimentales que fuente de sentido y seguimiento. Desde su lanceamiento se han repetido, como un reguero terrible de sangre en la selva, las muertes de lado y lado. Esos grupos de monte han llevado siempre la peor parte. De hecho, se los está exterminando. No hace todavía un mes ha sido aniquilado un clan entero; probablemente más de 30 personas fueron eliminadas en la selva de la manera más cruel.
La sociedad y el gobierno ecuatorianos siguen teniendo esa asignatura pendiente, que no acaban de aprobar. Un desafío difícil, porque realmente el OTRO pone en cuestión muchos de nuestros postulados, ideas o leyes. No es nada sencillo dar cabida adecuada a minorías tan peculiares. Podemos decir que la sociedad ecuatoriana, hasta hoy, no ha creado un sitio para esos grupos ocultos ni en sus leyes, ni en su conciencia moral. Me remito para sostener esto a la matanza que acaba de suceder los días pasados y a cómo se la está tratando.
¿Y la iglesia ecuatoriana, los misioneros de Aguarico? Bueno, basta repasar lo que han hecho estos años, o estos últimos días, para evaluar su trayectoria. Al final, son los hechos concretos, las responsabilidades asumidas, las que nos ponen en nuestro lugar.
Miguel Ángel Cabodevilla
Pamplona 23/4/2013